Mark Ivo Velasquez
Acebedo
Es este un trabajo sobre una
separata del estudio titulado “El Mundo Iberoamericano Antes Y Después De Las
Independencias” de la Universidad Pontificia de Salamanca, escrita por la Dra.
Carmen José ALEJOS GRAU. Esta obra comprende, así como esta descrito en el
mismo titulo, la participación del clero tanto secular como regular en la lucha
para la independencia de México, pero tomado desde el punto de vista teológico;
se refiere no tanto a la lucha por las armas como el marco bélico del trabajo
podría sugerir, sino una contribución mas bien conceptual. El artículo expone
que en México, Miguel Hidalgo y Costilla, José Ma Morelos y Pavón y
fray Servando Teresa de Mier fueron los que mejor reflejaron en sus escritos y
defensas ante los tribunales los argumentos teológicos a favor de la
Independencia. Demuestra a partir de una selección de textos venidos de la
historia de cada uno de los tres clérigos que luchaban contra de la tiranía de
sus opresores, pero no contra la fe Católica, de la que siempre habían
profesado. Leyendo el artículo me ayudó a llegar a una comprensión no solamente
de su figura sino también de unos puntos que voy a subrayar a continuación.
Primero, es llamativo el hecho
de que habían podido cristalizar en su pensamiento digamos “revolucionario” un
fundamento teológico para su actuar, fundamento que, especialmente en el
pensamiento de Servando Teresa de Mier, esta conforme a la ley y vida
cristianas. De ahí se tiene que admitir que a la hora de estudiar asuntos es
preciso hacer distinciones muy importantes, por ejemplo, seria injusto de
tachar a una persona que vive de manera no cristiana cuando se rebela contra la
opresión de sus “amos” (copiando de la terminología por ellos usada)
extranjeros, que les habían traído la fe católica en primer lugar. Se deja
entrever otra vez esa fácil asociación entre la Corona y la fe católica.
En segundo lugar también la
figura de estos clérigos en el esfuerzo y lucha independentista mexicana me
había impulsado a reflexionar sobre un asunto que a mi me afecta, siendo yo
mismo un clérigo.
Se dice que el cristiano tiene
el problemático de ser ciudadano de dos mundos: viviendo en la cuidad terrena,
tiene en la cuidad de Dios su patria definitiva. Con el Simposio Teológico
Internacional que se acaba de celebrar en la Facultad de Teología se deja claro
de que aunque así, por supuesto que el cristiano tiene el deber de contribuir a
la edificación de la cuidad moderno, mientras teniendo la vista posada sobre la
venidera. Pero el clérigo, mas aun el sacerdote—por su ser radicalmente
configurado a Cristo, y por su manera de vida que debe servir tanto a si mismo
como a los demás hombres como signo de la vida por venir—parece que tiene que
tener esa vista mas fijada en la ciudad de Dios. La cuestión que me plantea a
mi mismo con relación al tema es esto: ¿pertenece
a la misión del sacerdote ayudar a los demás hombres construir este mundo,
tarea que mas compete a los laicos por su identidad especial? ¿No debería ser
que se fijase mas en ayudar a los demás fijar la vista en aquellas colinas
eternas que nos esperan en una vida venidera junto con Dios?
Es una pregunta que se puede simplificar
así: ¿Tiene resonancia la figura del
sacerdote en la hechura del orden social, en el orden de la justicia, en cuanto
a las estructuras sociales que también afecta a lo político?
Mi mente torna desde la figura
de estos clérigos mexicanos al ejemplo y vida de algunos más cercanos a mi
experiencia, tanto como persona como Filipino. Me fijo particularmente a la
figura de aquel que fue Arzobispo de Manila durante los años del Régimen
Marcos, entre las décadas de los 60 hasta los 80, que fue notorio por la
transgresión de los derechos humanos, de la injusticia, de fraude, de opresión
y corrupción. Se trata del Cardenal Jaime Sin. Su antecesor, que fue el primer
Filipino de llevar el capelo cardenalicio, Mons. Rufino Santos, tenía
relaciones cordiales con los Marcos desde que se asentaron en el palacio
presidencial de Malacañang, lo cual no quiere decir que fue un mal pastor. Pero
si que era muy distinto de su sucesor; el tenia la figura aristócrata, un
príncipe de la Iglesia por dentro y por fuera, su sucesor fue más cercano a la
gente, conocido por su jovialidad y buen humor. Pero durante la ultima década
del poder de Marcos, en el que se hicieron mas atroces los abusos contra los
derechos humanos, en aquellos años de la ley marcial—que el había declarado el
21 de septiembre 1972 y que perdurará hasta el año 1981, cuando la levantó
motivo de la visita del beato Juan Pablo II—el cardenal Sin fue la voz que
condenaba esos abusos cuando todos guardaron silencio. Era valiente cuando
denunciaba una y otra vez las atrocidades cometidas por el presidente, y los
excesos de Imelda, la primera dama, ella de los zapatos (que por cierto es
paisana mía). Sin duda vivía peligrosamente. Años después, durante una
excursión a un antiguo baluarte militar situado en una isla, su fotógrafo le
tomó una foto con él situado junto a la boca de un gigantesco cañón. “Sí,” dijo
el cardenal con buen humor, “Así es mi vida, siempre en la boca del cañón”.
Muchos querrían terminar con aquellos años de opresión, y les animaba tomar la
situación en sus manos para luchar para la libertad y la vuelta a la
democracia. Su mayor contribución era animar a que la gente saliera al
encuentro de los militares armados para proteger a los lideres de la oposición,
una decisión que tomo después de horas de angustiada oración en su capilla
privada (de esto conocí de mi tía, una religiosa que cuidaba de la
administración de la casa del mismo cardenal cuando este vivía). Y salieron
miles y miles de gente, abarrotando la avenida Epifanio de los Santos, formando
una manifestación grandísima, que en realidad fue una revolución pacifica que
consiguió derrotar al dictador, que huyó a Hawái horas después. Se trata de la
Revolución EDSA, que se hizo famosa en el mundo entero, y que puso en lugar de
Marcos la primera mujer en la historia de la presidencia filipina, Corazón
Aquino, madre del presidente actual.
El papel del cardenal no termina
allí, sino que una y otra vez, ya en la época de la democracia, levantaba la
voz contra la misma corrupción que se manifestaba corriente en la sociedad y
política filipina; alguien dijo que se trata de la misma escena, pero con
actores distintos; sin dejar de ser sacerdote y pastor, clamaba y desde su
lugar, trabajaba para la edificación social de la nación. Cuando murió en 2005,
alguien dijo que una época había terminado para la historia de la democracia en
Filipinas.
Lo comprendería si se hubiera
dicho “la historia de la Iglesia en Filipinas” o “los anales de la
archidiócesis manileña”, pero apuntó al país. Lo cual me hace pensar sobre el
papel que tiene la persona consagrada al servicio del altar como sacerdote de
Cristo Jesús: se encuentra la transformación de la sociedad dentro de su
dossier. Creo que sí, viendo al ejemplo de tantos sacerdotes a lo largo de la
historia, especialmente a los santos, sea del altar o sea de ellos cuyos
nombres solo Dios conoce. Aunque tengamos la vista en el cielo, sin embargo los
pies los tenemos hundidos en las arenas movedizas de la historia. Con la
identidad sacerdotal que trasluce la faz del Príncipe de la justicia y de la
paz, con el ministerio humilde y sacrificador, en el servicio de la Palabra,
formando las consciencias y enderezando los corazones de sus hermanos aquí en
la tierra, el sacerdote tiene que hacer su parte en la construcción de un mundo
mas libre, sabiendo que la verdadera libertad no se alcanza aquí, sino en el
cielo. De esto me propongo a mi mismo, igual a los demás de mis hermanos que
había recibido el inestimable don del sacerdocio.
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